martes, junio 06, 2006

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Tenía diecisiete inviernos cuando oí hablar de él por vez primera. Escuchaba leyendas que decían que ataviava de azules su frágil y cadenciosa complexión, mientras se paseaba por el treceavo piso de un edificio sin nombre. No presté mucha atención. Escuchaba ecos que vitoreaban sus habilidades histriónicas, la elegancia de su andar, la resonancia hechizante de su melodiosa voz... incluso había quien decía que podías ver un fragmento de los altos cielos con solo verle a los ojos .
Pero no fué hasta que lo supe nocturno, que comenzó a despertar mi curiosidad. Lo describían como a un ángel... pero era una criatura de la noche, constituyendo el cliché más delicioso que pueda explotarse en asunto de bilateralidad y yo, burlándome de mí misma por repetir el mismo patrón de siempre, me obligaba a concentrarme en mis asuntos personales antes de seguir sendas absurdas que a nada llevarían.

Fué cuando mis ánimos se colapsaron que tuve acercamiento con él. De la causa, poco o nada recuerdo, efecto secundario de la conversión... solo permanecen retazos de imágenes y ecos de sentidos: las luciérnagas que vivían en mis arterias, las mariposas que en mi vientre ya no revolotean, la sonrisa de esa niña pequeña que pintaba el camino de regreso a casa con el rojo de sus muñecas heridas, los gritos de su amiguita, que la cargaba histérica sin saber qué hacer con ella... y yo que elegía ver a los ojos de la pequeña moribunda en lugar de unirme a la gente horrorizada que se movia nerviosamente alrededor de la escena... y veía en esa mirada hacia la nada, en ese brillo que poco a poco se extinguía, la unidad del todo con la nada, la tranquilidad del que se libera, la serenidad de la última bocanada de vida, y al comprenderla por quitársela, en medio de aquél concierto de gritos y alaridos, descubrí mi petrificación, misma que se había gestado desde tiempo atrás cuando lloraba por menos que niñas muertas.

- Sé que te duele. Y mucho. Sé que tienes miedo. Se que no confías, que huyes de la confianza... que deseas morirte.
- ¿Quién eres?

Me dijo su nombre. Un nombre de cinco caras. Un nombre perteneciente a un idioma de hielo que arde con la intensidad del fuego. Su nombre era Luz.

- Irónico.
- Qué es irónico?
- Tu nombre.
- Qué tiene de irónico?
- Es el nombre de un ángel, y tu encanto es el de un vampiro.

Esboza una sonrisa triste.

- Quizá lo sea. Amo las ironías, y adoro las paradojas... son lo más cercano que tenemos a la Unidad. Cuando las dualidades se hacen uno, podemos ver la cara de Dios.
- La has visto?

Voltea a verme y me sonríe.

- La veo cada que miro al espejo, la veo en las cambiantes cortezas de los árboles, la veo en el fruir carmesí que me alimenta noche tras noche, la veo en tí en este momento.

Tenían razón aquellos que decían ver un fragmento de los Altos Cielos al internarse en las pupilas de aquél joven. Él tenía razón también. A través de sus ojos podía ver la vida y la muerte, y cómo ambas se hacían una a través de ese fluir carmesí que, de repente, me hacían adivinar a Dios a través de mi propio fluir, un fluir que pasaba cuidadosamente de mi garganta a la suya.
Apenas me dí cuenta.
Él reía. Reía con una melancolía dulce. Era la manifestación más exquisita de dualidad. Podías percibir el eco de todas las lágrimas que habían surcado sus mejillas, podías ver en sus adentro la tristeza que les confecciona de cuando en cuando, podías incluso verle llorar y nunca percibirlo al mismo tiempo tan fuerte y tan ajeno dentro de ese dolor tan inmenso, tan suyo, tan envolvente que lo protegía de la intemperie, y nada ni nadie en el planeta podría hacerle jamás daño alguno que fuese más allá de su cotidiano sufrimiento.
Aprendió, no sé cómo, a disfrutarlo.
Me enseñó, no sé cómo, a disfrutrarlo.

Las noches subsecuentes me reunía con él por las noches. Permanecíamos cantántole a la nada hasta entrada la madrugada. Yo no pronunciaba palabra, ni emitía sonido alguno. Me limitaba a seguir el sonido de su voz con el movimiento de mis labios, a sentir la vibración melancólica de su mensaje a través de los estertores en mis venas. Tan perfecta me parecía su melodiosidad, que se me antojaba una grosería profana hacerle dueto. Me cantó todas y cada una de sus canciones, me aprendí todas y cada una de sus letras. Escarbé su nombre en mi pecho con una navaja. Nunca se dió cuenta.

Un día, de repente, esas noches llegaron a su fin. En mi cotidianeidad había estado enamorada de un príncipe sin rumbo. Ahora ese príncipe parecía encontrarlo, y ese rumbo parecía guiarle a mí. Por derecho de antigüedad, acogí de nueva cuenta el sentimiento, y fué entonces que mi ángel nocturno desapareció. Seguía acudiendo a nuestro punto de reunión por las noches, pero él ya no estaba ahí. De cuando en cuando me parecía escuchar su voz en la distancia, y poco a poco dejaba de tener significado. Parecía haberme dejado en manos de mi recién adquirido cuento de hadas, para dejarme vivirlo en felicidad y armonía.

No pude.

A la segunda semana, me bebí al príncipe azul de un solo trago. Él, que en vampiros no cree, permanece alejado en algún rincón de su castillo, convenciéndose a sí mismo que fué él quien me dejó, y el dejo de cariño que alguna vez le tuve, y que quizá aún le tengo, desaparece día con día, devastado por la costumbre de ver a mi espejo y encontrarme sólo a mí. Luego vino otro príncipe. Luego otro. Luego un duque. De éste último no saqué gran cosa, los dos primeros, corrieron con peor suerte.

Ayer me levanté tarde, como de costumbre. Caminé perezozamente hacia el enorme espejo empotrado en la pared oculta... y lo encontré ahí, frente a mí, oculto en mi reflejo todo este tiempo. Le dibujé una media sonrisa con mis labios, y me sonrió con la misma cadencia de antes. Entendí entonces que me amó vacuamente... como sólo la gente rota sabe querer, como yo aprecio a mis príncipes sin el compás rítmico de un corazón que murió hace ya tiempo, y sin embargo, no podría haber en el mundo sentimiento más noble que ese: el de un ser que te quiere como puede, aún cuando no puede querer.
Lo ví ahí, tranquilo, pausado, de la mano con su destino... ahí, frente a mí, el corazón más roto de todos los rompecorazones.

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